Les ha pasado que al irse a dormir y hacer el recuento de lo que hicieron durante el día sólo les da ganas de llorar.
Y no hablo de tirarse a moco tendido sobre la cama como una quinceañera, no, más bien llorar amargamente como un niño, de esos llantos en los que uno cree se le va a ir la vida y un poco más.

Esos días en que llegas a casa y estás tan cansado que apenas quieres buscar algo para comer, lavarte los dientes e irte a dormir. A esos días me refiero.
A los días en que te llevas colerones en la oficina, a los días en que te corta el novio, los días en que has corrido y nada ha salido como debe ser o se supone que sea. Esos días en los cuales te devuelven un examen y viste que reprobaste, aún luego de estudiar como loco. Esos días en que te das cuenta que la vida no es tan fácil y mucho menos color de rosa... más bien como hormiguita negra.
Cuando uno se levanta con toda la ilusión de darlo todo y se tropieza con todas las insatisfacciones y necesades de los demás. Esos días en que tropiezas y aunque te levantes, vuelves a tropezar y pum de jupa al suelo. Esos días amargos que ni la mejor miel endulza.
Y puede ser que uno llore y caiga dormido al final, puede que no llore pero que se duerma con esa zozobra. Puede que no llore pero que se sienta amargado y frustrado. Esos días que a todos nos suceden por muy óptimistas que seamos.
En esos días lo mejor es acostarse temprano, cerrar los ojos, dejar una lagrima salir, quizá un suspiro y dormirse.
Mañana es probable que sea un mejor día o tal vez tengamos la posibilidad de reivindicarnos.